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La cruz del monasterio berciano de Santiago de Peñalba es el testimonio material más antiguo del culto de la monarquía astur-leonesa a Santiago, mediante la institución de su voto. El monarca leonés, Ramiro II fue amparado legendariamente por el Apóstol en la batalla de Simancas contra Abderramán III en el 940 y, en agradecimiento, otorgó diversas dádivas a ese templo dedicado a Santiago, entre las que se encontraba esta cruz. El anverso de la pieza cuenta con una orla cincelada con tallos ondulados, alrededor de sus brazos, que se interrumpe en el extremo inferior, reafirmando su carácter procesional, no pendente. Los chatones de pedrería son postizos, como las letras alfa y omega, que se remiten al Apocalipsis de san Juan, libro dilecto de la época, cuyo comentario iluminado, los conocidos beatos, reproducen la imagen de este tipo de cruz en nueve de los ejemplares conservados. El reverso reparte la dedicatoria en sus cuatro brazos con grafía mozárabe burilada en finos trazos oblicuos: El Rey Ramiro (la) ofrece para honrar al Apóstol Santiago, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.
El exquisito obrador medieval de marfiles de San Isidoro de León es el contexto de una de las piezas más sobresalientes de la Edad Media hispana, el conocido como “Cristo de Carrizo”. Pese a que su contraste con el crucificado de Fernando y Sancha (Museo Arqueológico Nacional de Madrid) evidencia un mayor expresionismo y desproporción anatómica en éste, así como una mayor evolución estilística, su impresionante aspecto deviene monumental a pesar de sus reducidas dimensiones. La cruz transparente permite ver su dorso plano, no labrado, y la existencia de receptáculos en el dorso, posiblemente para custodiar fragmentos del lignum crucis. Su carácter de relicario salva, así, una posible presunción de idolatría: uno no se postra ante un icono, sino ante la reliquia contenida en él. A finales del siglo XI estamos ante un paso más en la formalización de las figuras humanas; donde hasta ahora no había habido sino la cruz desnuda, empieza a aparecer un crucificado que, con el tiempo, se hará sufriente, humano.
El centurión de la legio VII gemina, Marcellus, fue detenido en León y decapitado en Tánger el año 298. Sus doce hijos, Servando, Germán, Fausto, Januario, Marcial, Emeterio, Celedonio, Facundo, Primitivo, Claudio, Lupercio y Victorico sufrirían pareja suerte por idéntico motivo: sus creencias cristianas, mientras que santa Nonia, esposa y madre respectiva, ascendió a los cielos con sólo suplicar a Dios que la apartase de este mundo. Es ese santo legionario, tan arraigado en la devoción leonesa, su familia y quizá aquella criada anónima de la que habla la tradición como compañera de ésta, quienes aparecen representados en este retablo, uno de los más tempranos del gótico hispano. Junto a ellos, dos medallones pictóricos que contienen los retratos de una pareja, quizás la que encargó la pieza ya entrado el siglo XIV para la iglesia del santo en la ciudad de León.
Único en su género, este tablero ilustra la proverbial disputa que mantienen los sabios de la India sobre el predominio entre el seso y la ventura en la introducción al primer texto teórico sobre el ajedrez que conocemos en Europa Occidental: los «libros del ajedrez, dados y tablas», escritos en época de Alfonso X (1283). Por un lado nuestra pieza presenta un damero, por el otro un campo de dados o tabla de nard, chaquete o backgamon. Los juegos del ingenio y del azar reunidos en las dos caras de una sola pieza. La primacía de la sabiduría se deduce del simbolismo de las piezas del ajedrez, cada una de ellas referentes inequívocos del orden feudal y el buen gobierno de la política, trasunto, como las actividades cinegéticas, de las intrigas de la vida palatina y escuela lúdica de reyes y nobles. Sin embargo, los dados son la fortuna, a veces aliada otras arisca, superada por los hombres de cordura probada, y aquí se convierten en distracción y enseñanza frente a sus tumbos imprevisibles. El tablero, que perteneció a los condes de Luna, que lo tenían a finales del siglo XV en su palacio leonés, conserva su heráldica en el floreado marco, un gancho para colgar la bolsa de piezas y parte de las incrustaciones de hueso que marcan el lado de los dados, aunque está montado al revés, quizás para dar preeminencia al lado de los escaques.