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Este tríptico al óleo, como tantas otras obras, procede del floreciente comercio artístico de la Corona de Castilla con los Países Bajos, origen de la introducción de las modas y estilo flamenco en la corte y sociedad hispanas. Aunque fue atribuido a un discípulo de Quentin Metsys, recientemente ha sido adjudicado a sus dos hijos, obra de colaboración hacia 1535 en la que Jan ejecutaría los personajes centrales y Cornelis (influido por Patinir) los de los laterales y el paisaje, en ambos casos con el preciosismo y precisión propios de estos pintores. A la Crucifixión central acompañan en los laterales, san Jerónimo, del cual se narran varios episodios vitales: como cardenal, arrancando la espina al león y penando en el desierto, ya en el primer plano del cuadro, y san Francisco, que recibe los estigmas de la Pasión. Se integran así en un sólo mensaje los paladines de las dos vías -ascética y mística- de acceso a la Verdad, a Cristo, y también los fundadores de dos de las órdenes religiosas con mayor predicamento en la época, franciscanos y jerónimos, representación de la devotio moderna.
Esta obra maestra de la relivaria renacentista presenta un tema inusitado: la «Quema de libros» o «Juicio contra un monje hereje» identificada como «La Quema de libros de san Gregorio Magno» en La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine. Allí se relata que san Gregorio fue acusado de dilapidar los bienes de la iglesia y en consecuencia, con objeto de deshonrarle, se determinó quemar los libros escritos por él. Un benedictino colaborador suyo, llamado Pedro, decidió salvar estos escritos, ya que había visto cómo eran dictados por el Espíritu Santo, pero san Gregorio, al saberlo, le advirtió de que si daba a conocer tal hecho, moriría. Pedro era consciente de que para proteger los libros de la quema, tendría que dar a conocer la intersección divina en su redacción, dando su vida a cambio. Y este preciso instante es el que se representa en la tabla. La escena tiene lugar en un interior arquitectónico de estilo dórico-toscano, perfectamente delimitado, donde se muestra un gran estudio de perspectiva geométrica y disposición lineal de las estructuras, que evidencian la influencia del quattrocento italiano en la obra temprana del gran imaginero de origen francés Juan de Juni.
En 1607 un vecino de Renedo (Valladolid), de origen leonés, demostró su hidalguía, su pureza sanguínea, gracias a este documento expedido por la Chancillería vallisoletana. Ello, además de asegurarle un reconocimiento social que quizás no se correspondiera con una situación desahogada, servía sobre todo para evitar el pago de impuestos. Por ello, en una sociedad cerrada y fingidora como la España del siglo de Oro, es la propia Virgen María quien sanciona la ocasión derramando sus rosarios sobre la familia de don Fernando arrodillada.
El cambio de imagen y gusto artísticos a causa de la llegada de los borbones a España supuso la implantación de un estilo oficial academicista, refinado y cortesano. Ello relegó a la imaginería tradicional hispana de asunto religioso a un declive imparable del que, sin embargo, durante la primera mitad de siglo, se libran algunos escultores. Uno de los más cualificados fue Luis Salvador Carmona, quizá el mejor escultor de su centuria. Su producción refleja este compromiso entre los encargos oficiales, donde puso el buen hacer técnico de imaginero al servicio del nuevo lenguaje áulico, y las raíces más selectas de la talla en madera del siglo anterior, donde aplicó los nuevos criterios de exquisitez y refinamiento formal. Esta cabeza de san Francisco es una de las pocas imágenes de vestir de su mano, y está tallada con exquisita suavidad y notorio naturalismo, completado con postizos incrustados.