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Texto y motivos de este epígrafe del siglo III hallado en Quintanilla de Somoza, están entre los más atípicos de las lápidas leonesas. La mano abierta, gesto inequívoco de humanidad, simboliza, desde la prehistoria, la aspiración de inmortalidad por medio del contacto con lo divino, y es, además, un signo universal de concordia, hospitalidad y amistad. A su vez, el templo o edículo que la cobija, se compone de columnas, frontón y tondos, sintagmas básicos de la arquitectura de todos los tiempos, aquí vertidos a un esquema clásico que refleja las formas sencillas y esenciales del orden geométrico: cuadrado, triángulo, círculo. La dedicatoria incisa en el tímpano y en la palma de la mano y escrita en griego dice: Eis Zeus/ Serapis/ Iao, una invocación a un “Único Zeus Serapis Iao” y es fruto de un sincretismo religioso entre divinidades, grecolatina y oriental (el egipcio Serapis), junto a un epíteto de carácter providencial (Iao). Su emplazamiento original en un umbral o marco de entrada, en el que la mano abierta protege y ampara, reincide en esa vocación de salutación y bienvenida.
Este sencillo y frágil peine es un raro ejemplar de elemento de uso litúrgico o sencillamente doméstico que procede inequívocamente del oriente de Europa, alrededor del Mar Negro, desde el primer tercio del siglo IV hasta la primera mitad de la centuria siguiente. Su aparición en la ciudad romana de Castro Ventosa, en el centro de la comarca de El Bierzo, caso único hasta la fecha, se vincula con la dispersión de las tropas godas en el interior del imperio romano. Como es bien conocido, los diversos pueblos bárbaros que arriban a la Península desde la irrupción de suevos, vándalos y alanos del 406, proceden de las riberas del Mar Negro, entorno de dónde llegan así mismo, tras un periplo por Occidente, los visigodos, llamados a establecerse de una forma más permanente en Hispania como último episodio del dominio de la cultura de Roma en nuestra península.
Hilas, joven príncipe griego celebrado por su belleza, fue raptado por Heracles, al que acompañó en la expedición de los argonautas. Pero durante una escala en Misia, Hilas recibió el encargo de ir en busca de agua a una fuente del bosque. Las náyades o ninfas de las fuentes al verlo tan hermoso lo raptaron a su vez para conferirle la inmortalidad, justamente el momento que narra este «cuadro»: la tensa instantánea en que Hilas está a punto de ser llevado con los dioses y convertirse en inmortal, tal y como simboliza el laurel que crece tras el héroe. Realizado con pequeñas teselas de mármol y pasta vítrea que permiten una rica gradación cromática en los plásticos tonos del desnudo masculino y en los más carnosos de las ninfas, el fondo de la composición utiliza, además, una técnica musiva en abanico que sólo se reconoce en los mosaicos de la más alta calidad, como los empleados en la villa de Quintana del Marco a mediados del siglo IV.
Apenas sabemos de los vadinienses, un pueblo indígena situado en el noreste de la actual provincia leonesa, otra cosa que, al morirse, dedicaban este tipo de epitafios a sus seres queridos. En ellos abundan las fórmulas tomadas del mundo latino (“séate la tierra leve” se dice a menudo) y se acompaña al texto con la representación del alma del difunto, casi siempre un hombre, en forma de caballo, junto con alguna planta de hoja perenne que simboliza la vida eterna. A finales del siglo II d.C. o principios del siguiente el vadiniense Tridio dedicó a su amigo Fronto, hijo de Bodero, fallecido con 25 años de edad, este monumento que debió coronar su tumba. Junto al texto, también a base de incisiones, se sitúan un árbol -¿ciprés o tejo?- y una hoja de yedra por partida doble, mientras que a la presencia del caballo «asturcón», se añade una línea horizontal con dos círculos en sus extremos: una especie de plataforma con ruedas, quizás trasunto de un carro fúnebre.